E S T A N C I A S D E L A L M A
Carlos y Verónica Díaz de Bustamante Loring
Tengo en mis manos el fantástico Theater Pictorial. Desde hace años me acompaña este libro que es todo un museo de los encantos del teatro y de los encantos también de los años 50. Los dibujos, pinturas, grabados y fotografías que albergan sus ya algo amarillentas páginas me introducen en los escenarios más variados: desde los de las pinturas de las cuevas prehistóricas -con sus representaciones totémicas- y las mascaradas de los indios iroqueses o de los indígenas de una perdida isla del estrecho de Torres que se halla entre Australia y Nueva Guinea, hasta los de Leonardo da Vinci para el Paradiso de Dante, los de Adolphe Appia para Las Valquirias, los de Edward Gordon Craig para el Paseo Nocturno de Macbeth, los de Reinhardt para el Sueño en una noche de verano, los de Louis Jouvet para la Ondine de Giraudoux o los que trazó Lee Simonson para Hamlet.
Cuando quiero transportar mi vida a otros mundos abro el Pictorial Theater y, según voy pasando las hojas, me veo en los más variados escenarios: griegos y romanos, chinos y japoneses, medievales y renacentistas, barrocos y neoclásicos, románticos y vanguardistas. Y así, de un corral de comedias, donde se estrena una comedia de Lope, paso en un abrir de ojos a la escenografía rotatoria que se erigió en Amberes en 1602 para recibir a un personaje ilustre cuyo nombre no recuerdo (y tal vez no recuerde nadie). Del maravilloso Teatro Farnese de Parma paso al del Buen Retiro, que frecuentaban el Rey Planeta, digo Felipe IV, y el autor de El Gran Teatro del Mundo y La vida es sueño, digo Calderón. De las perspectivas de Bibiena me traslado a las de Biedermann, y así, casi sin sentirlo, me siento un gran actor que ha subido a las tablas para protagonizar la representación poética de la historia.
Representación poética de la historia, he dicho, y ahora añado: representación poética de la naturaleza. Eso es lo que hace Carlos Díaz de Bustamante en sus asombrosos teatros, en sus cajas mágicas. Pues sus cajas-teatros son la versión moderna de aquellas cavernas –piénsese en la de Altamira- donde los hombres del Paleolítico Superior tenían visiones del Más Allá. He dicho “representación poética” no solo porque en ellas se nos descubre la naturaleza de las más variadas formas, sino porque, simultáneamente, se nos descubre el propio artista representando un papel. ¿Qué papel? ¿El del niño que se sumerge en la construcción de mundos fantásticos nada más amanecer el día de los Reyes Magos? ¿O es el del buscador y rebuscador de los secretos que solo un poeta puede descubrir cuando camina por campos y bosques, por playas y acantilados, por montañas y valles, por ruinas y por jardines abandonados?
He dicho “buscador y rebuscador” y lo repito, pues Carlos Díaz de Bustamante es un giróvago, un caminante, un nómada, un arqueólogo impaciente al que se puede encontrar en los más inusitados lugares de la naturaleza, pues es en ella donde se esconde el gran almacén de maravillas con los que el artista se entretiene y nos entretiene formando su colección de raras maderas y no menos raros metales, de corales en los que se posan mariposas, de huesos que maduran en forma de frutos.
No sé si nuestro artista se habrá dado cuenta de esa profunda condición suya de coleccionista y que ese rasgo le viene de aquellos antepasados suyos que coleccionaron esculturas del arte romano clásico que actualmente tienen su albergue en el Museo de Málaga con el título de Colección Loring, solo que, en el caso de Carlos Díaz de Bustamante Loring, el arte romano clásico se ha metamorfoseado en las artes más secretas de la naturaleza y, también, de las industrias que tienen que ver con el habitat humano. De ahí que la obra de Carlos viene a ser, más que un gran Pictorial Theater, un gran Phantastic Natural Theater.
Que se trata de un camino, de un largo camino el que nos indica con un gesto de la mano, Díaz de Bustamante lo declara en esa preciosa caja suya llamada Camino… A la izquierda se ve un brazo mutilado y tendido en la tierra. La mano del brazo sostiene un árbol que dice al caminante que, al fin, está saliendo de la caverna y va… ¿Adónde va? Va a… desiertos ignotos, a mares circulares que son como coronas, a escaleras que nos transportan a la redondez de la Luna, a enigmáticas grutas cuyas estalactitas y estalagmitas se hubieran osificado de tal forma que se diría son el esqueleto de un remoto paleosaurio, a fuentes de aguas sagradas y regeneradoras, a extraños templos donde podremos orar a las deidades del fondo de la Tierra, a salones de sociedades maravillosas...
Se trata de viajes oníricos, de jardines que habrían encantado a la Armida de Torcuato Tasso, de arquitecturas borrominianas, de misteriosas puertas que, si llegamos a abrir, nos introducirán en un mundo de resplandecientes sueños si es que no de tenebrosas pesadillas. Tal vez, nos introduzcan en la reunión del Consejo Secreto donde se decide el destino de la Humanidad… Y, sobre todo, nos introducen en lo que hay más allá, o sea, en él mismo, digo, en el propio artista.
En medio de tantos teatros, ¿cómo hemos de imaginar al principal actor de la función, digo, al artista? Obviamente, se nos ha de presentar con los atuendos adecuados. Y es ahí, donde aparece su hermana, la pintora y diseñadora de telas, Verónica Loring. El repertorio pictórico-vestimentario de Verónica es amplio. No podía ser de otra forma, si pensamos que su nombre es el de la piadosa mujer que con un velo enjugó el rostro sudoroso y sangriento de Jesús de Nazaret cuando éste iba camino del Calvario, de forma que en el velo quedó pintada la faz del que unos minutos después sería crucificado.
En los velos de Verónica, como en sus pinturas, lo que vemos es una variada panoplia de imágenes y estilos. Desde cromatismos geométricos hasta escenas orientalistas, desde salas donde tienen lugar conspiraciones secretas hasta las costas de mares misteriosos, desde paisajes que parecen extraídos de cuentos de hadas hasta las raras y preciosas plantas que Verónica descubre en los jardines. Yo diría que las ha descubierto en los jardines de la ya mencionada maga Armida de la Jerusalén libertada. O, tal vez, en los de la maga y seductora Alcina que transforma a sus enamorados en animales, según se nos cuenta en el Orlando furioso. Tal vez las ha encontrado en los jardines que plantaron Homero, Chrétien de Troyes, Cervantes, Gracián o Musil y que recorrí en mi libro Paisajes del placer y de la culpa. Pero no solo en esos jardines. Verónica ha podido encontrar sus maravillosas plantas y con ellas las imágenes de sus telas y de sus cuadros, en el fantástico jardín subtropical realizado por una antepasada suya -una dama de la familia Loring- en las inmediaciones de Málaga. La Concepción. Ese jardín, me atrevo a decir, está tan presente en la pintura y las telas de Verónica como en las escenografías de Carlos. Sin la Concepción, no se entiende la obra de los dos hermanos.
Las pinturas y telas de Verónica, en las que me he permitido envolver a Carlos, me devuelven al Pictorial Theater, pero esta vez no tanto por ser un catálogo de escenografías teatrales, sino porque esas escenografías llevan el sello de los años 50… El Pictorial Theater fue editado en 1953, en Los Ángeles… Y, de pronto, la California de los años 50 me transporta a la Málaga los 50-60. Dando la espalda a un decenio de guerras (la civil española de 1936 a 1939 y la civil europea y mundial, de 1939 a 1945) la gente quería empezar a divertirse, quería empezar a soñar que se puede vivir en una película de tecnicolor, quería reinventar el mundo, redescubrir la naturaleza y viajar para conocer y disfrutar, incluso para coleccionar postales o ropas o monedas o lo que fuese. No sé qué cosa de esos años especialmente divertidos, he vuelto a sentir al contemplar las escenografías mágicas de Carlos Díaz de Bustamante y las soñadoras pinturas y telas de Verónica Loring. La primera vez que estuve en Málaga fue en la primavera de 1962. Yo tenía dieciséis años. Me encantó la ciudad y, en particular, el barrio del Limonar. Y así me he sentido paseando por el Paseo de Miramar y me he visto mirando, allá arriba, el castillo de Santa Catalina que Carlos y Verónica se conocen como si fuera su casa. Lo fue cuando eran niños. Tal vez estaban allí revolviendo y haciendo ejercicios de caligrafía y recitando la tabla de multiplicar cuando yo miraba el castillo desde la atalaya de los dieciséis años.
Ignacio Gómez de Liaño
Theater Pictorial - A History of World Theater as Recorded in Drawings, Paintings, Engravings, and Photographs (University of California Press, Berkeley and Los Angeles 1953).