Las relaciones entre México y España se tejen en un huipil en el que se han cosido encuentros y desencuentros a lo largo de la historia. No existe otro país de habla hispana que haya mantenido una relación tan especial a través de los siglos con España, ni que se haya nutrido tanto en la configuración de su acervo cultural contemporáneo, creando así un vínculo intenso donde artistas, de ambos lados, intercambian referencias y experiencias plásticas constantes.
Carlos Díaz de Bustamante (Madrid,1963) es un artesano del tiempo y del espacio. Su obra tiene la capacidad de transportar al espectador en intervalos pasados donde se descubren lugares que están guardados en un pretérito, en la memoria selectiva. Son momentos que se materializan al atesorar objetos de diversa índole y colocarlos estratégicamente. Son escenografías de recuerdos guardados donde el hedonismo y la contemplación de la belleza nos recuerdan la importancia de la armonía en el mestizaje de formas. El artista inicia un viaje a México, un territorio complejo de acotar, por su riqueza y diversidad cultural. Con referentes muy diversos, la misión es aglutinar las mejores memorias en forma de cajas de luz, y abordar, desde su propio criterio, la identidad cultural mexicana. El reto se magnifica ante las múltiples posibilidades pero, al mismo tiempo, es un viaje elegido, que se va llenando de percepciones concebidas desde el imaginario, gracias a conversaciones con amigos que le regalan tiempo, a la recolección sistemática de imágenes en libros y, en definitiva, a una exhaustiva investigación donde el escultor se inicia en el maravilloso juego de escalas que conlleva su obra.
La exposición engloba un total de 20 obras, y está agrupada en un sólo elemento arquitectónico. Con forma de pirámide, las cajas de luz se presentan, física y conceptualmente, como fragmentos de una globalidad. Los recuerdos del escultor están contenidos en el interior de la estructura arquitectónica, ancestral y primitiva, que hace referencia a las principales culturas precolombinas de Mesoamérica, englobadas dentro del territorio mexicano. La diversidad formal de las cajas es versátil, se adapta a múltiples formatos, y se distribuye de forma diferente para que el visitante se introduzca en los relatos de cada una de ellas con una disposición diferente, teniendo que agachar, levantar o girar la cabeza para visualizarlas, enriqueciendo en definitiva la visión del espectador.
Teocalli, cuyo significado en la lengua indígena náhuatl es una pirámide coronada por un templo, está exenta del conjunto y anuncia la muestra en la sala que
precede a la pirámide. Aquí, los rituales precolombinos están mezclados con la tradición de la insólita celebración que tiene la cultura mexicana sobre la muerte. En efecto, el día de muertos, cuya festividad coincide con el calendario cristiano del día de los difuntos, es conmemorado en toda la República con un cierto lirismo y misticismo donde, el homenaje para los familiares fallecidos, va más allá de la rectitud católica y se celebra desde una perspectiva más lúdica y alegre. Las famosas catrinas están aquí, poetizadas, minimizadas y colocadas en forma de altar donde la comida favorita de los muertos que se presenta normalmente como ofrendas en altares, son sustituidas por penachos y espejos que aumentan la teatralidad de la composición.
Dentro de la pirámide, Díaz de Bustamante comienza el recorrido con Camino, la obra más antigua en el orden cronológico de la exposición. Es el inicio del viaje imaginario donde el artista narra, en primer lugar, su encuentro con el movimiento surreal, de gran tradición en el país del mezcal. La mano inconexa como único elemento humano en la composición, hace referencia a uno de los iconos más usados en las películas del cineasta español Luis Buñuel que, exiliado en México, supo encontrar en la realidad mexicana un camino donde se juntan, en algún lugar, el azar y el misterio de una imaginación desbordada. La verdadera sorpresa en la obra es el doble significado pues la interpretación de los elementos encontrados va más allá del subconsciente del artista. De manera independiente, se integran unas referencias retóricas específicas, que se encuentran contenidas en la aridez de la tierra o en la escasa vegetación de los páramos irreales que narra Juan Rulfo en su famoso libro Pedro Páramo, icono de la literatura mexicana del S. XX.
La estética de Díaz de Bustamante es intimista, y se siente más cómoda acotando los mares que rodean el país, el Caribe y el Mar de Cortés, ya que la inmensidad de los océanos que bañan las tierras mexicanas le desbordan. Colocados a un lado y al otro de la pirámide, de igual modo que están dispuestos geográficamente, Caribe consigue una transparencia en el fondo, un efecto de luz cuyo cromatismo refleja el agua cristalina que contiene dicho mar, y contrasta con las tonalidades de Mar de Cortés. Para esta obra, el artista ha tomado como referencia la biodiversidad de sus aguas gracias a su abundante luz y riqueza en minerales, a las que Cousteau apodó como “el acuario más grande el mundo”. La
profundidad del mar viene representada por los infinitos objetos marinos que aumentan la opulencia de su biosfera.
Como arqueólogo y recolector de pequeñas sensaciones, Díaz de Bustamante necesita referentes que sean acordes con lo íntimo de sus composiciones. Le dedica entonces, a cada una de las esquinas de la pirámide, una formación natural típica de la península de Yucatán. Los cenotes o etimológicamente en lengua maya “cavernas con agua”, están aquí englobados en cuatro versiones con todo el misticismo que contiene el título de estas obras: Agua Sagrada. En las diferentes versiones expuestas, el artista es fiel al accidente geográfico por concebirlas en forma de círculo, y disponerlas para que el espectador las descubra desde arriba, a vista de pájaro, ampliando así el efecto visual.
El mexicano entiende la patria desde las entrañas y se siente tremendamente orgulloso de la simbología de su bandera, regulada en el artículo 3 de su constitución. En la obra Banderita, Díaz de Bustamante alude, en tres cajas que fueron concebidas en origen como obras individuales pero que aparecen agrupadas en la exposición, a conceptos varios que hacen referencia a la nación. El concepto de patria, representado aquí por los colores de la bandera, colocados en disposición horizontal en vez de vertical, y cuya simbología alude también al alba, al atardecer y al fin del día. El contenido de Banderita, al mismo tiempo, refleja los desiertos de Sonora, y Chihuahua, que ocupan gran parte del territorio del norte del país donde el artista. Haciendo un guiño a la bandera, introduce el nopal en el desierto y deja que se intuya a Quetzalcóatl, la mítica serpiente emplumada.
En Oráculo Lunar, la vegetación queda dividida por unas escaleras supremas que, dispuestas en el medio, dividen la composición circular en triángulos laterales y en un rombo central cuyo vértice superior está coronado por el astro. La respuesta divina u oráculo se sitúa en el epicentro de la composición, y venera al cuerpo celeste que domina la noche y da forma a la deidad a través de la diosa Ixchel, a la que le atribuían las competencias del amor, de la gestación, del agua, y de los trabajos textiles. El imaginario de Díaz de Bustamante hace hincapié, de forma poética, en el alto conocimiento astronómico que tiene esta cultura y a la manera en la que se utilizaron posteriormente estos descubrimientos para configurar el calendario occidental actual.
El viajero, fascinado por la exuberante vegetación se queda “un rato más” en la península de Yucatán, territorio geográfico que cubre parte del imperio maya, y aglutina en las cuatro obras siguientes, memorias de la civilización. Uh Yu Ka Tann, que en lengua maya significa: “Oye, cómo hablan” es el título de este conjunto, formado como los cenotes por cuatro obras, que apuntan etimológicamente al momento de la conquista española donde los mayas asombrados, repetían esta frase entre ellos y, finalmente, el juego de palabras acabó poniendo nombre a la península. La mirada del espectador entra en un mundo mágico y misterioso donde la piedra caliza, que forma el paisaje típico yucateco, se combina con metales preciosos venerados por esta civilización y se intuye, en los tonos de los materiales elegidos, el verde del jade que significaba vida, poder y fertilidad, o de la obsidiana, utilizada por las culturas mesoamericanas para simbolizar a Tezcatlipoca y fabricar, entre muchos otros objetos, utensilios de guerra.
Al otro lado del templo, se ubica espacialmente al otro lado de la pirámide. Con similar composición a Oráculo..., esta obra contiene la única representación humana de todo el conjunto expositivo. En forma dorada, el ídolo se encuentra en la entrada del templo, mientras la luz espera del otro lado.
La migración de la mariposa monarca es un fenómeno único en el mundo. Nace en las montañas rocosas del sur de Canadá y en Estados Unidos. Emprende su viaje finales de agosto, en busca de luz y calor, y sobrepasa la frontera mexicana durante los meses de septiembre y octubre, llegando al centro de México a principios de noviembre para instalarse en varios estados de la República. 5.000 kilómetros o 3.107 millas, es la distancia aproximada que recorren las monarcas, y el título de las dos cajas de luz que congelan este maravilloso fenómeno, convirtiendo a la especie protegida en icono de la nación. Con la misma temática, Sueño de Otoño cierra esta trilogía del vuelo de la mariposa y alude también al final del trayecto del viajero. Miles de monarcas reposan a su llegada en esta estación, y se preparan para hibernar durante el invierno en los oníricos bosques mexicanos.
El viaje de Carlos Díaz de Bustamante es, en definitiva, un recorrido de recuerdos del imaginario, un deleite visual al México fantástico donde existen referentes reales pero prima la interpretación del artista. La pirámide espera, grandiosa, la mirada del espectador en Casa de México. Es consciente de su magnificencia y
hace un guiño a este “orfebre de sueños” para que, desde su estudio, siga hilvanando retazos que quedarán cosidos en el huipil que une los dos países.
Paloma Martín Llopis, II-2019